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Breves

Un procesito criollo

19 de octubre 2006

–Por favor, señor X, dígame su edad, estado civil y ocupación.
–23 años y casado. Momentáneamente desocupado.
–¿Qué necesita?
– Tramitar el seguro al desempleo.
–Sector I: al fondo a la derecha.
Dos meses desde que X dejó de trabajar para el señor Y. Siempre lo consideró un patán y un inútil engreído. Muchas veces X, con su perspicacia notable, se elevó por sobre su silencioso tránsito, para, con su modestia y calma pueblerinas, explicitar sus certeras previsiones:
–Señor, a este ritmo, no llegamos al 30 con lo que queda de tintura.
Pero, ya se sabe, Y era un patán y un inútil engreído: ¿Cómo aceptar la sugerencia de una criatura que más que de un vientre concebido, parece escupido de un cachete hinchado por hojas de coca? Por supuesto que el 26 o el 27 la tintura cejaba.
Efectivamente, X había sido escupido de un cachete que estrujaba hojas de coca: hijo de bolivianos, nació en Mosconi, Salta, donde vivió hasta los 18. Más precisamente hasta el día que le rompió la cara a Vicuña.
Vicuña era de la provincial, policía brava. Una noche, igual que la anterior, X caminaba con Juanjo. Esa noche, igual que la anterior, y así sucesivamente, los pararon Vicuña y Pérez, para “averiguar antecedentes”, que difícilmente podrían haber cambiado, después de 5 horas de sueño y 14 de fábrica. Antes de que dijera nada, X le rompió la nariz a Vicuña. Vicuña, flaquito, con cara de cana, engominado como cana, tenía una fina nariz aniñada. Desde ese día, tuvo un napio grueso y chato. Parecía una Vicuña. Desde ese día lo llamaron Vicuña.
Esa noche lo fajaron mal y lo torturaron. Gritó como descosido. Pero, ¿acaso hay alguien que escuche esos ruidos?
No esperó ni una noche. A las 10 salió para Capital; nunca volvió a Mosconi. Hay cosas que no se hacen, y que si se hacen se pagan. 
A la semana, consiguió trabajo en un taller textil, para buena o mala fortuna. El dueño, el señor Y era, al decir de X, un patán y un inútil engreído.
Machado era el más joven de los 8, y el único que seguía estudiando. Tenía 16, y estaba en cuarto año. De los demás, X terminó el secundario, y los otros 6 nunca lo empezaron. Machado era menudo como alfeñique. Nadie entendía como hacía: con todo lo que hacía (tenía dos pibes), no le daban las horas del día. Y un día no le dieron. Cayó desplomado como un tronco y se golpeó la cabeza contra la manija de la máquina. Todos se asustaron, y le ayudaron a rehabilitarse. Diagnóstico: fatiga, agotamiento. Tratamiento: 3 minutos de reposo en suelo de taller textil. Bolsita de azúcar debajo de la lengua y, para culminar, mate dulce, ya sentado. El señor Y, esperó que recuperase el conocimiento y apareció, mientras se limpiaba las manos:
–¿Y Machadito? –dijo–. Estás pálido como una hoja. ¿Ya estás bien Pichón? Tomate cinco minutos antes de volver a la máquina.
X aprovechó la ocasión para romper su gregoriano silencio, solamente roto anteriormente por cuestiones referidas a la producción.
–Usted es una mierda.
–¡¿Cómo?! -exclamó Y.
–Usted es un patán y un inútil engreído - (se lo dijo)-. Ni siquiera entiende nada sobre su propia fábrica. 
X no gritó, sólo habló.
X nunca elevó su voz para reclamar por lo suyo propio, por algo que le incumbiera en lo personal, ni tampoco por situaciones que aquejaran a otro en tanto individuo. A lo sumo, enfrentó situaciones que lo igualaran a otro en tanto objetivo de humillación. Es decir, al putear a Y, no repudió su porcina respuesta ante lo sucedido con Machado. (Sí le molestaba particularmente porque era el más pibe de los 8). Lo que buscaba era redimir la gotera silenciosa de injusticias y maltratos que se sucedían como parte de la rutina diaria.
Y su rutina diaria, en parte, llegó a su ocaso, porque al taller textil nunca más volvió. Ni siquiera dio la posibilidad de que lo despidan; siempre fue una bestia orgullosa.
–Numerito, por favor.
Y se lo dio.
–Ultimo recibo de sueldo-
–Ultimo, último no tengo. Me fui antes de que me lo den.
–Está bien señor, pero nosotros lo necesitamos excluyentemente para el beneficio que usted solicita.
Ya fue suficiente.
¿Beneficio? –preguntó–. Mi vida no conoce ni conoció beneficios, ni tampoco los quiero.
Mirando para adelante, sin fruncir el ceño, sin llorar ni exclamar nada, con su inquietante aura de paz, X caminó hacia la puerta. No son los tiempos para el Señor X. Aun. Ya va a sonreír.

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