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Mendoza

Se presentó "Pan y Rosas" en el Aula Magna de la Fac. de Cs. Políticas de Mendoza

10 de septiembre 2004

En el Aula Magna de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo se realizó la presentación del libro “Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo”, de Andrea D’Atri.

La presentación, organizada por el Ateneo de Género de la facultad, las Coordinaciones de las carreras de Sociología y Trabajo Social, la Colectiva de Mujeres “La Grieta”, el grupo feminista “Las Juanas y las Otras” y la agrupación “Pan y Rosas”, contó con la presencia de la autora y de la filósofa Alejandra Ciriza, docente de esta casa de estudios e investigadora del Conicet.

Después de las elogiosas palabras de Alejandra Ciriza, la autora realizó una exposición que transcribimos más abajo y finalmente, se dio un debate con los y las presentes.

Antes de terminar, Andrea D’Atri señaló que había estado en la ciudad de Rosario muy recientemente, donde tuvo el honor de que entre los asistentes a la presentación se encontrara Herminia, Madre de Plaza de Mayo de esa ciudad y que, ahora, se sentía muy gratificada de ver que en la primera fila había una mujer mayor con el distintivo pañuelo blanco en su cabeza. Entonces, parándose y acercándose a María (Madre de Plaza de Mayo de esta ciudad de Mendoza) le obsequió un libro en homenaje a “estas mujeres terribles” que siguen en pie de lucha.


 


Palabras de Andrea D’Atri durante la presentación del libro “Pan y Rosas…” en Mendoza


 


Un fantasma recorre los pasillos académicos... es la tríada conformada por las categorías de sexo, raza y clase que, en las elaboraciones referidas a la identidad y la diversidad atraviesan el pensamiento occidental.


En el espacio del feminismo, enfrentando un discurso esencialista acusado de imperialista, las mujeres lesbianas, las mujeres negras y las mujeres de países semicoloniales introdujeron la cuestión de la raza, la orientación sexual y la clase en los estudios culturales y en los estudios de mujeres.


Sin embargo, en el horizonte político de la gran mayoría de quienes se pronunciaron por el respeto a la diversidad, no se inscribía una perspectiva revolucionaria. El horizonte político de este fructífero debate era, como señala Alejandra Ciriza en un reciente artículo publicado en la revista El Rodaballo y como ya hubiéramos conversado con ella en otras oportunidades, el de una democracia pluralista y radical que incluiría sin discriminación a todos los seres humanos, respetando sus diversas identidades, pero sin preguntarse por el sistema económico en el que esta democracia sentaría sus bases.


El capitalismo no es cuestionado como sistema basado en la explotación de millones de seres humanos. De lo que se trataría es de incluir cada vez más ampliamente la diversidad en una democracia que ensancharía sus derechos de manera pluralista.


Sobre ese fondo epocal, que considero de resignación generalizada, escribí Pan y Rosas, cuyo subtítulo reza “Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo”. A contramano de las modas teóricas, y probablemente corriendo el riesgo de no producir ningún éxito de ventas, elegí sólo una de esas tantas categorías identitarias que integran la lista de sexo, raza, clase, orientación sexual, etc.


Elegí la clase para atravesar desde esa categoría la historia del feminismo y de las luchas de las mujeres en el capitalismo ¿Por qué?


No por una simple cuestión de simpatía con la causa de la clase obrera, sino por un motivo estrictamente científico y es porque considero que la clase no es una identidad más, que puede agregarse a la larga lista de identidades. Sino una que define los contornos posibles en que las otras identidades se vivenciarán, incluyendo la vivencia de la opresión por identidad.


¿Qué une y qué separa a las mujeres que vuelven en remise de la clínica y hacen reposo en su casa sólo unas horas para seguir su vida normalmente de las otras mujeres que mueren en la clandestinidad más absoluta, dejando niños huérfanos?


En nuestro país, ninguna mujer tiene derecho a la interrupción del embarazo, es decir, ninguna mujer tiene derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Pero mientras algunas pueden acceder al aborto clandestino realizado por profesionales en clínicas privadas, otras sufren hemorragias, infecciones y perforaciones uterinas causadas por agujas de tejer, ramas de perejil, cucharas y hierbas también clandestinas en las que se les va la vida.


Pensémoslo de otra manera: aspiramos a un mundo donde podamos vivir en igualdad con nuestras diferencias. Queremos un mundo donde ser varón o mujer y tener cualquier orientación sexual, donde ser blanco o negro, etc tenga el mismo valor y que no haya opresión de unos y unas sobre otros y otras. Podemos aspirar a un mundo donde el varón blanco heterosexual anglosajón no sea el modelo de “humano” que delimite lo abyecto, para usar un término de Judith Butler. Porque lo humano incluiría la amplia gama de la diversidad y por lo tanto, serían igualmente respetados los seres humanos de distintos sexos y géneros, con diferentes colores de piel, etc.


Sin embargo, no podemos pensar en la misma línea la cuestión de clase. Porque la clase no es una identidad que necesite ser respetada, sino que se trata de una identidad que debe ser abolida.


Queremos que la clase trabajadora pueda abolir la esclavitud asalariada. Como dice esa antigua canción titulada Pan y Rosas (y que le da el nombre a este libro que hoy presentamos): ¡Basta ya que diez trabajen para uno que reposa!


Lo que quiero decir es aquello que Terry Eagleton explica muy bien en su libro “Las ilusiones del posmodernismo”, donde señala que “nadie tiene una especie de pigmentación de piel porque otro tenga otra, o es hombre porque alguien más sea mujer”. Sin embargo, sí hay personas que son trabajadores y trabajadoras asalariadas porque hay otras personas que son dueñas de los medios de producción.


Es evidente que el sexo y la raza, más allá de que las relaciones que se establecen entre ellos son de carácter social, existirían aún cuando esas relaciones sociales entre ellos cambiaran. Podríamos pensar que en este sistema, la relación es de opresión de algún sexo /género sobre otros y de algunas personas con determinado color de piel sobre otras. Y podemos aspirar a un sistema donde aún manteniendo estas características, ellas no impliquen diferencias jerarquizadas.


Sin embargo, capitalistas y asalariados, es decir explotadores y explotados es única y estrictamente una relación social que se establece en este sistema de clases. Y si nos planteamos romper esa diferencia jerarquizada, no podemos aspirar al respeto de unos y otros sino a la eliminación de la relación que los une, la relación establecida entre el capital y el trabajo, la que siendo eliminada, elimina la existencia de las clases.


Esto que parece sencillo de entender, sin embargo, es negado en todas las elaboraciones actualmente de moda en nuestra academia. Y es un lugar común en algunas de las elaboraciones más recientes del feminismo.


Pan y Rosas, por el contrario, es un libro que pretende trazar alguna relación entre la pertenencia de género y el antagonismo de clases. Por lo tanto, es un libro que pretende retomar debates ya muy transitados entre feminismo y marxismo, una vez más. ¿Cuáles son los nudos de esta controversia que lleva más de 30 años?


Vayamos entonces a esa discusión.


Hay diversos feminismos y diversas feministas. Las formas de concebir el origen de la opresión son diferentes; son diversas también las formas de concebir el combate contra esta opresión. Diversas las tácticas, las políticas, las organizaciones, las estrategias. Pero hay algo que es bastante homogéneo, algo que es común a las diversas corrientes feministas y es el supuesto de que el marxismo sí es homogéneo. A lo que se agrega que “ese único marxismo” es rechazado en bloque. Y más aún: eso que se rechaza y que se considera, por parte de las feministas, “el marxismo”, es nada más y nada menos que su tergiversación más trágica: el stalinismo.


Por supuesto que partiendo de este origen, se suceden los malos entendidos. Veamos algunos. Muchas feministas dicen, en general –y para corroborarlo las invito a leer a las más diversas autoras de los años ‘70 y ’80, incluso algunas de la última década-, lo siguiente:


1. que las marxistas sostenemos que la opresión de la mujer sólo ocurre en la sociedad de clases, es decir, en el capitalismo.


Las marxistas sostenemos que la opresión de las mujeres es un producto de la división de la sociedad en clases. Pero no creemos que el capitalismo sea la primera y única sociedad dividida en clases. Hubo otras sociedades clasistas, como el esclavismo, el feudalismo, e incluso anteriores donde también existía opresión de las mujeres.


Sin embargo, lo que sí creemos es que en el sistema capitalista, esta opresión adquiere determinadas particularidades que ligan más indisolublemente el patriarcado con el modo de producción, con la explotación de una clase por otra.


Fíjense que el capitalismo es un sistema que se basa en la explotación y la opresión de millones de individuos a lo largo y ancho del planeta, conquistando para sus mercados no sólo a pueblos enteros, tierras vírgenes y parajes inhóspitos, sino también a las mujeres, los niños y las niñas. El capitalismo ha empujado a millones de mujeres al mercado laboral, destruyendo los mitos oscurantistas que las condenaban a permanecer exclusivamente en el hogar bajo prejuicios sin fundamento, permitiendo que las mujeres participen de la producción social.


Pero lo ha hecho a su modo. Es decir, el capitalismo ha empujado a las mujeres a las fábricas y empresas pero para explotarlas doblemente, con salarios menores a los de los varones, para, de ese modo, bajar también el salario de todos los trabajadores. Y, además, la ha sobrecargado con una doble jornada que empieza en el hogar, sigue en la fábrica y continúa nuevamente en el hogar.


El capitalismo, con el desarrollo de la tecnología, ha hecho posible la socialización de las tareas domésticas. Sin embargo, si esto no sucede es, precisamente, porque en el trabajo doméstico no remunerado descansa una parte de las ganancias del capitalista que, así, queda eximido de pagarle a los trabajadores y las trabajadoras por las tareas que corresponden a su propia reproducción como fuerza de trabajo (alimentos, ropa, etc).


Alentar y sostener la cultura patriarcal según la cual los quehaceres domésticos son tareas “naturales” de las mujeres, permite que ese “robo” de los capitalistas quede invisibilizado. De ahí uno de los tantos entrelazamientos del capitalismo con el patriarcado.


¿Sino, cómo es posible explicar que un sistema que ha revolucionado la producción, la ciencia y la tecnología siga sosteniendo prejuicios e ideologías, costumbres e instituciones tan arcaicas?


Por eso, creemos que para acabar hoy con la opresión de las mujeres, es necesario acabar con el capitalismo.


Es cierto que con la revolución obrera y socialista no está garantizada la liberación definitiva de las mujeres. Pero lo contrario sí es cierto. Es indudablemente cierto que no hay ninguna posibilidad de emancipación de las mujeres en los estrechos marcos de un sistema basado en la explotación de millones de seres humanos por una minoría de parásitos.


Porque este sistema basado en la explotación de la clase obrera genera 1300 millones de pobres en el planeta, de los cuales un 70% son mujeres y niñas. Y en el otro extremo, una concentración económica tan brutal que, para que tengan una idea, el dinero que se necesita para acabar con el hambre, las enfermedades y que todas las personas tengan acceso al agua potable, la electricidad y la educación, y todas las mujeres del planeta accedan a cuidados ginecológicos y obstétricos de manera gratuita, equivale a la mitad de la fortuna de las cuatro personas más ricas del planeta.


2. Pero de lo anterior, las feministas desprenden la idea de que a las marxistas sólo nos interesa la emancipación de las mujeres trabajadoras, es decir, de aquellas que sufren las dobles cadenas de la opresión de género y la explotación de clase.


Aquí hay otra confusión. Cuando hablamos de opresión, hablamos de que la mitad de la humanidad vive en situación de desigualdad con respecto a la otra mitad en razón de su género.


Las mujeres trabajadoras, por ejemplo, cobran un salario entre un 30 y un 40% menor al de los varones por la misma tarea. Eso es un signo de desigualdad, de opresión, aún entre los miembros de una misma clase igualmente explotada. En el otro extremo, nos encontramos con lo mismo: de la propiedad privada mundial, sólo el 1% está en manos de mujeres.


Luchamos por la emancipación, contra toda forma de opresión. Sin embargo, si planteamos de manera destacada la lucha por los derechos de las mujeres trabajadoras, lo hacemos porque consideramos que es la clase obrera la única capaz de acabar con este sistema de explotación.


Y no hay posibilidad de que la clase que es en sí revolucionaria por el lugar que ocupa en la producción pueda erigirse en la dirección revolucionaria del conjunto del pueblo oprimido, sin considerar también que existe la opresión en sus filas; que millones de mujeres trabajadoras y del pueblo pobre sufren la humillación, el sometimiento y el desprecio de la mano de los miembros masculinos de su clase.


Los trabajadores varones deben comprender que es necesaria la unidad del conjunto de la clase para enfrentar a la burguesía y que esta unidad no será posible mientras se permita el enfrentamiento de ocupados y desocupados, permanentes y contratados, nativos e inmigrantes.


No será posible esta unidad mientras los obreros sostengan una visión sexista y opresiva de las mujeres como objetos sexuales, como propiedades privadas cuyo sitio “natural” está en el hogar, entre quehaceres domésticos y crianza de niños.


Es necesario avanzar en considerar que mientras las mujeres sigan estando sometidas y forzadas a comportarse como sumisas, pasivas y dependientes de los varones, no pueden ser auténticas luchadoras en la batalla de su clase contra el sistema capitalista.


Como decía Flora Tristán en el siglo XIX, la mujer es la proletaria del proletario y, como decimos las y los marxistas, no puede emanciparse de sus cadenas quien oprime a otros.


Comprender la opresión de las mujeres, luchar contra ella, es tarea de las mujeres trabajadoras en primer lugar y también del conjunto de la clase obrera si aspira a convertirse en caudillo de la nación oprimida en su lucha contra el capital.


3. Sin embargo, por esta razón, muchas feministas suelen quejarse de que a las marxistas nos interesa más la lucha de clases que la lucha de las mujeres y que, en realidad, habría que concentrar los esfuerzos en esta última esfera separada del resto de las luchas sociales.


Creo que, en realidad, no existe tal división. Los grupos oprimidos encuentran la confianza para levantarse en las luchas que encabezan contra su opresión particular, pero no solamente. Las luchas contra distintos aspectos de la sociedad de clases también generan autoconfianza, “empowerment”, como dicen las norteamericanas.


¿Acaso no hemos visto cómo las obreras de la fábrica Brukman de Buenos Aires, por poner un ejemplo, han desafiado los papeles tradicionales que se esperaba que representaran en sus familias, a partir de encabezar una lucha en defensa de su fuente de trabajo?


Al mismo tiempo, esta lucha por el trabajo protagonizada por un grupo de mujeres, hizo más que treinta libros y cuarenta conferencias mías o de Alejandra, para que algunos trabajadores varones empezaran a comprender qué es el patriarcado. Por empezar, los que están casados con algunas de estas mujeres...


De hecho, las mayores luchas contra la opresión de las mujeres han tenido lugar siempre durante períodos de lucha más amplia, más generalizada. Y esto es algo que intentamos explicar en este libro que hoy presentamos.


Por ejemplo, el feminismo, como corriente política e ideológica surge durante la gran revolución francesa de 1789. En el período inmediatamente anterior a la primera guerra mundial, se extienden las luchas de las feministas de la primera ola, las mujeres trabajadoras alcanzan altos niveles de sindicalización y organización política. Se instala el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer.


En 1917, con la revolución rusa, las mujeres acceden a todos los niveles de la producción, la educación, la administración del Estado. ¡Se concede nada menos que el derecho al aborto!


En los años ’60 y ’70, en medio de las movilizaciones contra la guerra de Vietnam, el Mayo Francés, el Cordobazo, la revolución de los claveles en Portugal, la Primavera de Praga, el otoño caliente italiano, los cordones industriales chilenos, etc. las mujeres consiguen el derecho al aborto en muchos países; es la época de la libertad sexual y del más enorme cuestionamiento a los roles estereotipados con la teoría de los géneros, recientemente condenada por el Vaticano.


Si el éxito de estas luchas siempre ha dependido del éxito de luchas más amplias, la derrota de estas luchas más amplias presagió el fracaso de la lucha por la liberación de la mujer.


Así ocurrió con el termidor de 1790, que cerró los clubes femeninos revolucionarios y que, finalmente, incluyó en el Código Civil napoleónico de 1804 el concepto de que la mujer es propiedad del varón y su finalidad esencial es la producción de hijos.


Lo mismo con el stalinismo, que mientras fusilaba en los juicios de Moscú a todos los bolcheviques de la generación de Octubre y perseguía a los opositores de izquierda, acusándolos de “trotskystas”, enviándolos a los campos de concentración o al exilio, volvió a prohibir el aborto en la Unión Soviética, condenó la prostitución y criminalizó la homosexualidad, mientras volvía a reproducir los estereotipos tradicionales de las mujeres como madres dedicadas al hogar y entronaba a la familia, etc.


4. Sin embargo, de esta idea de que sólo nos interesa la lucha de clases y esto implica descuidar la lucha de las mujeres, muchas feministas desprenden que las marxistas creemos que primero está la revolución social y, luego, en una segunda etapa, la emancipación de las mujeres.


Sin embargo, ésta es una concepción stalinista, que no compartimos desde el marxismo revolucionario, para el que la lucha contra la opresión de género está indisolublemente ligada a la lucha por la revolución social.


Voy a apelar a la historia del marxismo para explicar a qué me refiero.


En la I° Internacional, fundada por Marx y Engels, hubo distintas corrientes de pensamiento. La discusión central que escindió la organización fue la que se dio entre los “marxistas” (entre comillas) y los anarquistas.


Las diferencias eran sobre diversos aspectos que no vienen al caso detallar aquí. Sin embargo lo que sí es importante señalar es que Marx y Engels, contra la opinión de los anarquistas encabezados por el francés Proudhon, bregaron por la incorporación de las mujeres a la Internacional y crearon una sección específicamente femenina dirigida por Elizabeth Dimitrieff.


Mientras tanto, Proudhon sostenía que las mujeres no debían incorporarse siquiera a la producción social, porque para ellas sólo había dos destinos posibles: madre o prostituta.


Finalmente, después de que terminara disolviéndose la I° Internacional, Engels fundó la II° Internacional que logró la más amplia organización de la clase obrera y de las mujeres socialistas en toda Europa.


Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo fueron dos de sus dirigentes más destacadas. La primera dirigió el periódico femenino “La Igualdad” y bregó incansablemente por la necesidad de organizar a las mujeres trabajadoras en la lucha por sus demandas específicas.


Y fíjense en esto que no está directamente ligado a la cuestión de la mujer, pero es muy esclarecedor. Declarada la Primera Guerra Mundial, la mayoría de los diputados socialdemócratas traicionaron los principios del marxismo revolucionario, aprobando los créditos de guerra. Sólo unos pocos dirigentes se negaron a esta traición a su clase y rompieron con la II° Internacional, dando origen a lo que luego fue la III° Internacional dirigida por Lenin.


Entre esos pocos dirigentes se encontraban Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo.


Del otro lado, se quedaron los notables dirigentes socialdemócratas que eran capaces de decir cosas como ésta: “Hay algo raro en las mujeres. Si sus parcialidades o pasiones o vanidades entran en escena y no se les da consideración o, ya no digamos, son desdeñadas, entonces hasta la más inteligente de ellas se sale del rebaño y se vuelve hostil hasta el punto del absurdo. Amor y odio están uno al lado del otro y no hay una razón reguladora”.


Este texto misógino es un párrafo de una carta de Bebel a Kautsky, dos grandes personalidades del Partido Socialdemócrata Alemán, refiriéndose a Rosa Luxemburgo, la que también fue llamada por pseudomarxistas de esta calaña como “la perra rabiosa”.


Luego, los que mantuvieron los principios del marxismo revolucionario fundaron la III° Internacional, que en su III° Congreso definía que el “derecho electoral no suprime la causa primordial de la servidumbre de la mujer en la familia y la sociedad y no soluciona el problema de las relaciones entre ambos sexos.”


Y así fue como con la revolución rusa se consiguieron para las mujeres soviéticas derechos inauditos, como ya nombramos anteriormente. Derechos que se perdieron con la reacción stalinista que usurpó las banderas de la revolución de Octubre, mientras creaba la Orden de la Gloria Maternal para la mujer que tuviera entre siete y nueve hijos y el título de Madre Heroica, para la que tuviera más de diez.


En 1938, León Trotsky planteó que era necesario retomar las banderas revolucionarias bajo otra internacional. La III° Internacional, estrangulada por la política de Stalin, ya cumplía un rol cínicamente contrarrevolucionario traicionando abiertamente a la clase obrera mundial.


La IV° Internacional surgió, entonces, declarando en su programa que “una política correcta se compone de dos elementos: una actitud inflexible ante el imperialismo y sus guerras, y la aptitud de basar el propio programa en la experiencia de las masas mismas.”


Por su especial atención a los sectores más explotados de las masas, no creemos que sea casual que sea la IV° Internacional, entonces, la que inscribió en sus banderas la consigna de “¡Paso a la juventud! ¡Paso a la mujer trabajadora!”


Entonces, más que distintas versiones del marxismo, lo que vemos es la c

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