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HISTORIAS DE JUJUY, TIERRA OBRERA

Zafreros y “cuartas”de La Esperanza

A 74 Km. de San Salvador de Jujuy se encuentra el departamento de San Pedro, enclave obrero como lo es Libertador General San Martín (Ledesma) y Palpalá.

Hernán Aragón

9 de agosto 2012

Zafreros y “cuartas”de La Esperanza

A 74 Km. de San Salvador de Jujuy se encuentra el departamento de San Pedro, enclave obrero como lo es Libertador General San Martín (Ledesma) y Palpalá.

Los extensos cañaverales custodiados por el alambre de púas y un cartelito amarillo, “Propiedad privada. I.L.E”, nos advierte que estamos en La Esperanza, reino del ingenio azucarero fundado en 1863, hoy en manos del grupo Roggio.

Caminamos por la polvorienta Parapetí, uno de los lotes más antiguos de la zona donde viven zafreros y cuartas, familias que llegaron de distintos lugares de la provincia y de Bolivia, para arrancar la caña que alimenta los trapiches de la fábrica centenaria.

Casitas de madera y de ladrillos de adobe gastados se levantan de un lado al otro de la calle. El canto de un gallo interrumpe el mutismo de un lugar que a simple vista, si no fuera por las antenas satelitales del cable y por las motos, parecería perdido en el tiempo.

Un poco así es La Esperanza, con sus chimeneas victorianas de humear constante, dándoles la espalda a los montes de yungas que se dilatan a lo lejos.

Segundina

Nos recibe Segundina. Ella junto a otras esposas de zafreros, madres e hijas de los cuartas, formaron la Comisión de mujeres que surgió en el conflicto del Ingenio en marzo-abril de 2012 (en próxima nota de la serie: “El despertar obrero en los Ingenios”)
“Nosotras luchamos junto a los fabriqueños (así llaman a los obreros fabriles) por el blanqueo de los trabajadores temporarios y el fin de las contratistas”.

Segundina no cesa en sus tareas mientras habla. Ahora está encendiendo el fueguero para preparar la comida. Su esposo e hijos mayores aún no regresaron de la zafra. Solo la acompaña el más chico de 13 años, que frega en silencio la ropa sucia de trabajo.

“Arrancamos a las 5 de la mañana, con el frío. En verano llega a hacer 45° grados y no se puede estar más del mediodía. No tenemos nada. Ni gas natural, ni cloacas. Ahora ni siquiera tenemos atención médica de la empresa. Todo empeoró”.

Su vivienda, como todo en La Esperanza, es propiedad del Ingenio.
“Cuando alguien quería edificar, ya le venia la notificación de suspensión. Por esa razón nunca uno puede ubicarse bien. La empresa también antes nos prohibía sacar hasta la leña del monte”.

En el límite del lote, y en hilera, aún perduran las fosas de los baños compartidos. Viejas garitas de madera atestiguando que aquí las ilusiones de una vida mejor se queman como la caña.

La contradicción de los cuartas

Hasta hace poco los zafreros que el ingenio ficha por temporada, “empleaban” a sus familias para que junto con ellos trabajen a destajo en la cosecha. A ellos se los llama cuartas. Los cuartas cobraban por tanto (por peso) la caña cosechada. Ahora, Roggio comenzó a mecanizar parcialmente el campo y los jóvenes cuartas pasaron a ser empleados por contratistas que pagan a un monto menor la tonelada de caña.
El joven cuarta se jornaliza, pero al hacerlo ve reducido su ingreso y el de su familia. Los contratistas lo emplean no más de 8 horas diarias (un equivalente a $150) y muchas veces los surcos que se le asignan no superan el trabajo de 5 horas, por lo cual la paga recibida es menor. Si antes los cuartas tenían garantizado el trabajo durante toda la temporada de la zafra, ahora la contratista puede tomarlos un mes y el otro no.

“Antes no había control horario. De qué sirve plantar la caña si después no tenemos trabajo. Antes no había tantas máquinas. Roggio aprovecha esa situación para despedirnos”, dice Segundina.

No se trata de una novedad. Marx ya planteaba en su folleto “Trabajo asalariado y capital”, de 1849, que la maquinaria, “dondequiera que se implante por primera vez, lanza al arroyo a masas enteras de obreros manuales y, donde se la perfecciona, se la mejora o se la sustituye por máquinas más productivas, va desalojando a los obreros en pequeños pelotones”. Este desalojo va acompañado de una reducción de los salarios, como ocurre con los obreros de la zafra.

No son las máquinas el problema, sino las relaciones sociales bajo las cuales éstas se introducen, que las transforman en una herramienta para profundizar la explotación.

Ante esto, tampoco es la solución trabajar sin descanso para garantizarse el alimento. Tanto los métodos tradicionales del trabajo a destajo como la tecnificación que empieza a introducirse, son dos variantes capitalistas para que los trabajadores dediquen toda su jornada al enriquecimiento de los patrones, para conseguir apenas lo suficiente para volver diariamente al trabajo. Uno no es menos explotador que otro, aunque la consecuencia de la introducción de máquinas sea generar una situación más desfavorable para los asalariados.

Se trata de cuestionar los fines -la explotación- y no los medios -las máquinas- que en otra sociedad no regida por la ganancia podrían contribuir a reducir la pesada carga del trabajo.

En la unidad de los trabajadores de fábrica con los del campo, en la pelea mancomunada para que los zafreros ingresen al ingenio bajo convenio y con todos los derechos de un trabajador en blanco; en la pelea por el reparto de las horas entre todas las manos disponibles, estará la única “esperanza”.

En los surcos

Pisamos la tierra humeante. Aún quedan jóvenes zafreros extirpando la última caña en pie. Manos veloces agitando machetes. Metálica sinfonía de caras y ojos tiznados.

Son los mismos ojos del hijo de Segundina, el niño que esta vez regresó temprano de la zafra ahogado por el humo que lo obligó a “tumbarse”. Nos señala el agua que sale del lavado. Agua teñida por la carbonilla de caña, que mancha la ropa y los pulmones. Él tampoco quiere vivir y morir entre surcos.

Cuando se le pregunta qué le gustaría ser cuando sea grande, responde tímidamente: “no sé, aún soy muy chico para pensarlo”.

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